VIERNES
18
Lugares extraños.
Despiertas
en Valencia del Rey, Venezuela. Llegaste hace dos días para participar en la FILUC
(la Feria Internacional del Libro de la Universidad de Carabobo). A las ocho de
la mañana comienza tu seminario sobre las relaciones entre literatura y arte
contemporáneo y quieres desayunar temprano. Pero al llegar al hall del hotel te
encuentras con una cola que llega casi hasta la puerta. Una convención de
Herbalife tiene tomado el Guaparo Inn y no hay manera de entrar al restaurante.
Parecen una secta peligrosa, todos con la misma camiseta verde llena de publicidad
y con un recipiente en la mano lleno de un mejunje extraño del que no paran de
sorber. Dan miedo. Mucho. A lo lejos, D. te hace gestos para que salgas de la
cola y te dice que vayas con él y S. a desayunar a un sitio típico cerca del
recinto ferial. Allí comes las mejores arepas con carne mechada que has probado
en tu vida.
Como
no podía ser de otro modo, llegas tarde al seminario. Estás angustiado, pero
rápidamente te das cuenta de que llegar a tiempo es algo prácticamente
imposible en este país. La cantidad de vehículos por las carreteras hace que
sea realmente difícil predecir cuándo puedes llegar a los sitios. En la FILUC
te esperan más de treinta personas en la sala y apenas tienes un segundo antes
de comenzar. Eso es algo que siempre te ha puesto nervioso, no tener tiempo
para preparar las cosas sobre la mesa, para respirar, para hacerte con el
lugar. Y aquí, prácticamente sin tiempo para quitarte la chaqueta, te pones a
hablar y a presentar el taller. Tardas más de un cuarto de hora en que las palabras
se acomoden al entorno y todo comience al fluir. Pero al final sucede. Y todo
acaba saliendo incluso mejor de lo que esperabas.
Terminas
a la una y de nuevo D. y S. pretenden llevarte a almorzar a un sitio típico. El
Centro Vasco de Valencia. Se come de maravilla, dice S., pero nadie lo conoce. Después
de negociar un buen rato con el taxista, os adentráis en una barriada
periférica con una pinta bastante peligrosa. Medio en serio medio en broma, S.
y D. dicen que en el centro al que vais debe de haber varios etarras de los
grandes. Tú no llegas a asumirlo. Pero conforme el taxi acercándose al lugar y
metiéndose por ciertos lugares incluso a regañadientes, a ti la cosa te va
dando cada vez más miedo. Y cuando al fondo logras ver el caserío vasco en medio
de todo aquello, con la ikurriña, sientes un gran alivio. Más vale malo
conocido.
Después
de tanto trasiego, sin embargo, el sitio está cerrado y hoy no cocinan. Así que
acabáis comiendo en un sitio más civilizado –hay un cartel para que dejéis las
armas de fuego en el exterior– y por la tarde, de nuevo, llegas tarde a la mesa
redonda sobre nueva narrativa española. Una vez más, te angustias con la
situación. Pero al llegar compruebas que la cosa va despacio y aún no ha
llegado el moderador. En la mesa, los cuatro narradores invitados coincidís en
que no hay una narrativa puramente española. Y todos más o menos acabáis
estando de acuerdo en que hoy las fronteras se han deshecho y habitamos un
lugar común, aunque también es cierto que hay ciertos tics, ciertos gestos que
sí pertenecen a la tradición y que de modo inconsciente todos tenemos. España, decís,
al final es inevitable en vuestra narrativa.
Por
la noche, cenáis en un restaurante de toque español. Vino chileno. Embutido.
Por un momento parece que estás en casa. Vuelves temprano.
SÁBADO
19
Cultura viva.
Cuatro
horas más de taller. Esta vez sí que llegas temprano. La sala vuelve a llenarse.
Sientes, mientras hablas, que aquí todo tiene sentido, que lo que dices conecta
con el público. Percibes una sed de conocimiento que hace tiempo que no encuentras
en España. Eso te llama la atención y te emociona tremendamente. Aquí tienes la
sensación de que leer, escribir, pensar, comunicar sirve realmente para algo.
Después
del taller vas a casa de M., el coordinador del taller. Te enseña sus cuadros y
los de su hija. Su familia te recibe con una gran generosidad. Sientes
inmediatamente la calidez venezolana, sin duda, lo mejor del país.
Vuelves
a la feria para asistir a la presentación de varios libros y allí te sorprende
la tradición. Después de la presentación, bautizan el libro con pétalos de rosa
y un gran aplauso. Percibes de nuevo que la literatura es algo que tiene que
ver con la vida, mucho más que en España.
Tras
la cena en el hotel, te resistes a acostarte. Pero ya es demasiado tarde. Los
sitios que quedan abiertos pueden ser peligrosos. Y algunos del grupo deciden
ir a una pollera que está cerca del hotel. Allí habláis de literatura y mil
cosas más hasta las cinco de la mañana, frente a unas cervezas light que parecen
agua y no emborrachan absolutamente nada. Volvéis como un comando por la calle,
todos juntos, y seguís la conversación en la terraza del hotel. Te vas a la
cama a las seis. Tienes apenas una hora para dormir.
DOMINGO
20
Vida de ron.
A
las ocho y media salís para la Hacienda Santa Teresa para ver cómo se hace uno
de los rones más famosos del mundo. Es como una excursión. Todos en un autobús,
como los niños del colegio. Estas cosas te gustan. Allí, te sorprende la
grandiosidad del paisaje. Kilómetros y kilómetros de cañas de azúcar y cultura
ronera. Degustáis ron de todos los tipos. Y regresáis a Valencia tremendamente
contentos en el autobús. La amistad se va trabando. El ron ayuda un poco.
LUNES
21
Caracas.
Salís
temprano para Caracas. Por la tarde tenéis que participar en una mesa redonda y
antes en una comida en casa del embajador. Llegáis justo a tiempo y os cambiáis
como podéis en el baño del hotel. Es recomendable llevar americana.
La
casa del embajador es como la de las películas. Una especie de palacete blanco
con un jardín de ensueño a las faldas del Monte Ávila. El protocolo se relaja
enseguida y todo acaba siendo bastante cordial. En la comida alguien nombra al Rey
y se refiere al busto de bronce que hay en el jardín. “Está muy bien en ese
retrato”, dice. Y entonces a ti no se te ocurre otra cosa que añadir: “Además,
de ahí no se cae”. En ese instante se produce un silencio incómodo. El
embajador hace como que no lo ha oído. Algunos del grupo miran hacia sus
platos. Tú no eres consciente de que lo que has dicho. Más tarde os reiréis de
la situación.
Por
la tarde, en el Centro Cultural Chacao, mesa redonda sobre el ensayo como motor
de ideas. Estás tan cansado que dudas de que puedas decir algo en condiciones.
Pero por arte de magia, cuando te toca hablar, se te encienden todas las luces
y tu intervención acaba siendo más que digna. Se te ocurren, de hecho, algunas
cosas que apuntas para reflexionar sobre ellas más adelante.
Después,
cenáis en casa de S., una célebre escritora venezolana. Pruebas el pan de
jamón. Riquísimo, como todo lo que estás comiendo en este país. Habláis de
libros. Gastáis bromas sobre algunas vacas sagradas de la literatura española.
E. se siente mal y se tiene que tumbar. Vais cayendo todos poco a poco. El
viaje está siendo intenso.
MARTES
22
El soñador.
Por
la mañana eres tú el que tienes mal el estómago. Y un viaje en coche por
Caracas acaba contigo. El aire acondicionado no funciona y no es muy
recomendable abrir la ventanilla. La ciudad es increíble. Ciertos lugares
tienen un toque retrofuturista extraño. Las grandes moles de la arquitectura
del futuro han sido tomadas por el pueblo. Pasáis junto a la Torre de David,
totalmente ocupada. Es el escenario perfecto para una serie. Luego, al volver,
la encontrarás en un capítulo de Homeland.
En
la hora y media que tienes libre después de comer sales en busca de algo que
querías comprar desde el momento en el que entraste en el país: el chándal de
Hugo Chávez, el que ahora lleva Nicolás Maduro. El chándal escandaloso
amarillo, azul y rojo. El chándal con las estrellas blancas. El chándal que
luego te dirán que no es el chándal chavista, sino el chándal del equipo
nacional, el chándal olímpico que Chávez se apropió y convirtió en un signo
distintivito. Pero no es sólo suyo, es del resto de los venezolanos, como otros
muchos símbolos que se ha apropiado el chavismo. Venezuela es lo que es a pesar
de lo que tiene encima. Un paraíso terrenal en las manos de unos tiranos que lo
están hundiendo en la miseria.
Por
la noche, después de la mesa redonda de narrativa y de una agradable velada en
el Juan Sebastián Bar, sucede el momento más extraño y novelesco del viaje. Regresáis
al hotel en el coche de K. El hotel es de lujo, pero está en una de las zonas
peligrosas de la ciudad. K. hace una maniobra extraña y revienta un neumático.
No, por favor, piensas. Aquí no, por Dios. Intenta llevarlo así hasta hotel,
dices. Pero no hay manera. Hay que parar a cambiar la rueda. En medio de la
noche. En la avenida Sabana Grande. Os bajáis todos. Miren bien, vigilen, cuatro
ojos con todo, dice K. Todos se quedan paralizados. A P. le entra la risa
floja. S. tiene el estómago descompuesto y no ve el momento de llegar al hotel.
Su cara es un poema. J.C. está más tranquilo. Y tú intentas ayudar rápidamente.
Tienes el miedo en el cuerpo pero quieres salir de la situación. En ese momento
llega alguien con muy mala pinta diciendo cosas que no llegas a entender y
piensas que es el fin. Tarde o temprano tenía que suceder. Sin embargo, dice
que os va ayudar. Y con gran solvencia, cambia la rueda sin necesitar ningún
tipo de ayuda.
Al
observar vuestro nerviosismo, os dice que estéis tranquilos. No os va a pasar
nada con él. Esta es su zona. Estáis seguros. K. le pregunta entonces su nombre.
Soñador, responde. Tras la faena, K. le da 100 bolívares y el soñador lo
agradece. Levanta el billete y comienza a gritar hacia no se sabe muy bien dónde:
“¿Ven? No hace falta robar, no hace falta robar.” Después se va andando por en
medio de la avenida. La calle le pertenece. O probablemente le perteneció algún
día. Vosotros respiráis ahora. Pero necesitáis comentar la experiencia. Quizá por
eso, y porque es la última noche aquí, al llegar al hotel, abrís una botella de
ron y os la bebéis a palo seco, brindando por el soñador, por Venezuela, por la
literatura, por la amistad, y por este viaje tan maravilloso que difícilmente
podréis olvidar.
MIÉRCOLES
23 Y JUEVES 24
El viaje infinito.
Miércoles
y jueves ya son el mismo día en tu recuerdo. Un día largo y extraño. Miércoles
y jueves son viaje.
En
el aeropuerto se percibe la tensión. Te han advertido una y otra vez de los
diferentes controles que va a sufrir el equipaje. Te han dicho que van a
revisar hasta el último milímetro de las maletas en busca de droga. Con esos
nervios, en un momento determinado, E., que al bajar del vehículo había dicho
“cuatro ojos con todo ahora, ¿eh?”, te dice: “¿pero tú no llevabas dos
maletas?”. Y tú miras y ves que sólo llevas una. Te entra el pánico. Y sin esperar
un segundo sales corriendo a buscar tu maleta. Miras por todos los rincones y
no la ves por ningún lado. Sales incluso a la calle decidido a perseguir a
quien se la hubiera llevado. Angustiado, preguntas a un militar y le dices
“señor, me han quitado la maleta, estaba aquí y ya no está”. El militar te mira
impasible y te responde: “pues qué mala cosa, ¿no?”. Eres consciente en ese
momento de que está todo perdido. Y justo cuando comienzas a hacer recuento de
la ropa y las cosas que llevabas en el interior, a lo lejos E. te llama y te
dice que no te preocupes, que tu maleta está allí, justo donde estabais, que lo
que había ocurrido era que él había tomado por equivocación tu maleta. Al salir
a ayudarte en la búsqueda, se la había encontrado allí, en medio de todo, sola,
con el ordenador, la cartera y todas las cosas sobre ella, y se había dado
cuenta de la confusión. No podías encontrar tu maleta porque la que se había
perdido era la maleta de E. Luego os reís un rato con la situación, pero el mal
rato ya no te lo quita nadie.
Salvo
eso, y el hecho de tener que quitarte incluso los calcetines para pasar a la
zona de embargo, el viaje acaba siendo tremendamente tranquilo. Pasas
inmigración sin problema. No te llaman más. Y encima logras salida de
emergencia y tus piernas no se resienten.
En
el avión lees apenas tres páginas y dormitas todo el viaje. Al llegar a
Barajas, el móvil se conecta al 3G y sientes que estás en casa. Quedan aún
cuatro horas más en el aeropuerto hasta que salga el siguiente vuelo. Tiempo de
sobra para comenzar a degustar la experiencia en la distancia y comenzar ya a
sentir cierta nostalgia. Al medio día llegas a Alicante y compruebas que han
extraviado tu maleta. Ni siquiera te cabreas. Esbozas una sonrisa y piensas que
quizá haya decido quedarse un poquito más. Tú habrías hecho lo mismo.